lunes, 23 de abril de 2012

El Tribunal de Responsabilidades Políticas en Zalamea la Real

Durante la guerra y la posguerra, la justicia de la zona nacional fue un eficaz instrumento de castigo al servicio de los golpistas. Mientras las fuerzas militares y policiales se dedicaban a la supresión física de toda oposición, el aparato judicial del régimen practicó desde la retaguardia otro tipo de represión más selectiva: la represión económica o cómo el franquismo, además de asesinar o encarcelar a los opositores, les despojó de sus bienes, con la intención de anularles completamente y de paso financiar su cruzada. Inmediatamente después de la toma de cada localidad, las tropas golpistas instalaban gestoras locales fieles al nuevo orden y procedían a la anulación total de la oposición,. Cientos de personas, cuyo único delito era haber pertenecido a alguna de las organizaciones adscritas al Frente Popular, fueron asesinadas o encarceladas. Pero la represión no se quedaría ahí: no tardaron en ponerse en marcha los mecanismos depredadores del nuevo Estado, produciéndose en muchos pueblos un auténtico saqueo. Los rebeldes no dudaron en aplicar penas de confiscación incluso a individuos fallecidos.

En agosto de 1936 se conocen los primeros expedientes de incautación de bienes, aunque desde el primer día de ocupación se produjeron requisas. Nada más llegar, las tropas efectuaban “confiscaciones espontáneas”, realizadas sobre todo en busca de víveres, vehículos, ganado, caballerías, utensilios, etc. necesarios para la marcha del ejército. El 28 de julio, por ejemplo, se dispuso la incautación de todos los vehículos y medios de comunicación de cualquier clase, necesarios para el transporte militar. Junto a las tropas, no faltaban desaprensivos que, amparándose en el descontrol del momento, se dedicaban al saqueo de las propiedades de los represaliados. Con el tiempo, otros desaprensivos utilizarían la delación de personas de pasado “dudoso” como medio de adquirir sus bienes a precios irrisorios.

En el caos de los dos primeros meses del golpe sospechamos que buena parte de lo incautado pudo quedarse en manos particulares, teniendo en cuenta que muchas confiscaciones se hicieron de forma arbitraria y sin dar conocimiento de ello a las autoridades competentes, atendiendo en muchas ocasiones a odios y rencillas personales.

Por otra parte, la corrupción administrativa podría haber hecho que muchos bienes confiscados pasaran a manos de los poderes locales sin que tuvieran noticia de ello las autoridades provinciales o nacionales, y que muchos funcionarios corruptos no declarasen a sus superiores la cantidad real de bienes que habían incautado. Las recién formadas comisiones gestoras impuestas por los golpistas en los ayuntamientos tuvieron en esos meses casi una patente de corso para hacer y deshacer a su antojo en sus pueblos con escaso o nulo control central.

Una vez se produjo la total “pacificación” de la provincia en septiembre de 1936, estas confiscaciones “espontáneas” terminaron, y comenzaron las “administrativas”. El aparato judicial y administrativo del franquismo se puso manos a la obra para indagar qué personas eran susceptibles de ser embargadas y de qué bienes disponían. Las investigaciones se hacía a individuos culpables de actividades marxistas o rebeldes, y, en un fraude de ley sin precedentes, estas medidas se aplicaban retroactivamente, es decir, no a “delitos” cometidos desde el 18 de julio de 1936, sino desde los sucesos de octubre de 1934. Si al principio se confiscaron principalmente vituallas y utensilios, a partir de este momento se incautaban sobre todo inmuebles y material. Estos bienes pasaron a Falange y a otras organizaciones vinculadas al Movimiento.

Las diligencias sumariales eran iniciadas por jueces y tribunales civiles, con los informes necesarios de las autoridades municipales de cada pueblo, el alcalde y el jefe local de Falange, del párroco y del comandante del puesto de la guardia civil, y de algunos vecinos de probada “solvencia moral”. Los expedientes eran tramitados por las autoridades militares locales, de donde pasaban a las autoridades provinciales, para terminar por fin en manos del general jefe de la Segunda División, quien los pasaría para cumplimiento de sentencia a los presidentes de las Audiencias Territoriales y a las comisiones directoras y administradoras de Bienes Incautados. En el momento en que salía publicada en el BOPH la incoación de expediente, el expedientado perdía automáticamente la disponibilidad de sus bienes, bancos y demás instituciones estaban obligados a congelarlos en espera de las decisiones judiciales.

En muchas ocasiones, los bienes incautados eran vendidos en pública subasta. Por lo general, la autoridad que organizaba la subasta encargaba un peritaje para tasar los bienes. Como la tasación se realizaba según los precios de 1936, los artículos por lo general se vendían a un precio inferior al real. Para tomar parte en la subasta se exigía consignar previamente en el juzgado o la comandancia el diez por cierto efectivo del precio de lo confiscado, no admitiéndose postores que no cubriesen, por lo general, al menos las dos terceras partes del avalúo. El rematante tenía que pagar, además, los gastos del peritaje, los de la publicación del anuncio de la subasta en el BOPH, los de consignación en la Caja General de Depósito del importe de la subasta y de cualquier otro gasto derivado de la subasta y adjudicación.

Estas subastas, donde las más de las veces sólo acudía una persona, permitieron a muchos caciques locales adquirir bienes a precios ridículos. En las pujas no existía demasiado control. No se tenía por costumbre dejar constancia por escrito de lo vendido, de los beneficios obtenidos ni de las personas que habían intervenido en las operaciones. En el caso del arriendo de fincas incautadas, se seguía un proceso no menos curioso: los interesados en arrendar una de estas fincas entregaban su petición en un sobre cerrado en la comandancia militar de la localidad, que al poco tiempo publicaba la lista de “agraciados”.

Las confiscaciones realizadas se revistieron de varias formas legales. La más temprana de ellas fue el Edicto de Confiscación de Bienes, basado en un Decreto de septiembre de 1936. Un año después se pondría en marcha un organismo específico para realizar las confiscaciones, la Comisión Provincial de Incautaciones, que se amparaba en el Artículo 6º del Decreto-Ley de 10 de enero de 1937.

También durante la guerra se creó la llamada “Administración de Bienes de Ausentes”: los gobernadores podían dar orden de incautación de los bienes de aquellos vecinos que se hubieran “ausentado” de sus pueblos. Los ayuntamientos se encargaban de la gestión de los mismos hasta la vuelta de sus propietarios, aunque la mayoría de las veces ésta no se producía porque el legítimo dueño ya había sido asesinado, estaba encarcelado o había marchado al exilio. Aparte de esta legislación general, existieron otras normas específicas, como por ejemplo la Ley de 23 de septiembre de 1939, por la que las antiguas pertenencias de los sindicatos pasaban a ser propiedad de la Falange (que ya venía disfrutando en usufructo esos mismos bienes desde 1936).

Después de la guerra se produjo una cuarta oleada de esta represión económica, que ampliaba y profundizaba las anteriores: la llamada Ley de Responsabilidades Políticas, promulgada el 9 de febrero de 1939. En el Boletín Oficial de la Provincia la primera referencia a la aplicación de esta ley data del 6 de octubre de 1939, y se desarrolló hasta 1948, aunque en el Archivo Provincial se conserva documentación relacionada hasta bien entrados los años 60.

Todo esto sin hablar de otros “efectos económicos colaterales” de esta represión, que se cebaron con muchas familias de represaliados. Muchas de ellas se vieron obligadas a malvender sus propiedades para poder sobrevivir.

Además, la extrema situación creada por las confiscaciones llevó a muchos españoles a sentir un enorme sentimiento de derrota moral y de vencimiento espiritual.

Muchos casos encontraron más tarde, a finales de los cincuenta, el sobreseimiento o el indulto, aunque la devolución de lo incautado, cuando la hubo, se realizó en las mismas cantidades del momento de la incautación, perdiéndose con la inflación el valor intrínseco del dinero confiscado. Lo devuelto a sus legítimos dueños fue, como vemos, una porción ínfima de lo sustraído.

Como nos indica Santiago Vega Sombría, gracias a este procedimiento, el régimen de Franco obtuvo un préstamo sin intereses efectuado por los adversarios políticos para cimentar la construcción del Nuevo Estado.

En Zalamea la Real, muchos fueron los vecinos que, como ya se ha podido leer en no pocas publicaciones, sufrieron los avatares de la guerra. Pero además, muchos de ellos también sufrieron el horror de sufrir el despojo total de sus bienes hasta avocarlos a la pobreza extrema. Las listas de encausados del Tribunales de Responsabilidades Políticas citan a 87 zalameños, entre los que destacamos a los cargos públicos de los ayuntamientos republicanos, a miembros de sindicatos o personas identificadas con los sectores progresistas de la sociedad zalameña. Un ejemplo claro es el de Cándido Caro Valonero, cuya historia todos conocemos y que, después de asesinado, también sufrió la apertura de un expediente.

Un interrogante que nos planteamos es si algún día se podrá realizar una cuantificación total de lo confiscado por el franquismo. El régimen en su día ya realizó sus propias cuantificaciones, que suponemos que son mucho más fiables que las que podamos hacer los investigadores de la actualidad. Un primer balance a nivel provincial se realizó a mediados del año 1938. Se sabe que se hizo un inventario definitivo a nivel nacional a raíz del Decreto de Jefatura del Estado de 9 de septiembre de 1939. Ambos documentos permanecen ilocalizables a fecha de hoy. Sería especialmente interesante acceder a dichos recuentos, para hacer una estimación real de lo expoliado. Es nuestra tarea como historiadores dar testimonio de todo lo sucedido en aquellos años para hacer justicia y para que hechos tan luctuosos como éste no se vuelvan a repetir.

José Manuel Vázquez Lazo. Zalamea la Real. Revista de feria 2010


sábado, 14 de abril de 2012

En el 75 aniversario de la proclamación de la Segunda República: Huelva 12-14 abril, 1931.




Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 fueron la causa inmediata de la caída del rey Alfonso XIII y de la proclamación de la II República dos días después. El carácter plebiscitario que los resultados tuvieron fue reconocido por el propio Rey. Para ello bastó el conocimiento de estos resultados en las grandes ciudades, donde se podía palpar el verdadero sentir de la opinión pública.
Con esta primera reflexión no queremos sino poner de manifiesto una idea, convertida en lugar común por el conjunto de los historiadores que han trabajado sobre la II República y es que para alcanzar el poder los dirigentes republicanos sólo tuvieron que recoger lo que los propios monárquicos habían abandonado. Y esa recogida del poder la hicieron arropados por una explosión popular de fervor republicano en un día primaveral y festivo.
El advenimiento de la II República española debe entenderse, pues, desde esta perspectiva de la ilusión de una población harta de la política de la Restauración que había ido agudizando un claro divorcio entre los españoles y la monarquía.
Esta idea de la ilusión popular, puesta de manifiesto por el electorado urbano en las elecciones municipales de abril, es fundamental para entender la aparición del nuevo sistema político. Pero esa ilusión encerraba un cúmulo de expectativas, de esperanza de soluciones a problemas que arrastraba España. Sin embargo, desde sus primeras reformas, la República se ganaría el desengaño tanto de aquellos que habrían de considerarlas insuficientes, como por quienes las calificarían de odiosas e insoportables.
En el caso de Huelva Capital, los testimonios periodísticos que nos han quedado de este momento no difieren mucho de los de otras capitales españolas. Se resalta la imposibilidad, por parte de los monárquicos, de “contrarrestar la avalancha de los votantes de izquierda que, indudablemente iban a los colegios electorales acuciados por un mayor entusiasmo”. Las votaciones habían transcurrido dentro del mayor orden, sin que se registrara ningún incidente. En el Diario de Huelva (14 de abril de 1931), nada sospechoso de tendencia republicana, se afirmaba que “podemos decir que pocas veces han discurrido unas elecciones con tanta serenidad como las del domingo pasado”. Con fecha de 12 de abril el Gobernador Militar de Huelva, Manuel Nieves, se dirigía a la Capitanía General con sede en Sevilla informando que las elecciones en Huelva transcurrían “con toda normalidad” y “sin síntomas de revuelta alguna”.  Y no sólo no se minimizaba el alcance de la victoria republicana, sino que, en el mismo periódico, se afirmaba que “es tanto más importante cuanto que, ciertamente, no se esperaba que alcanzase tal magnitud”. Y a ese triunfo había contribuido el ambiente antimonárquico que se respiraba en Huelva.
Al igual que en el resto de España, en Huelva no se dudaba del carácter plebiscitario que estas elecciones municipales iban a tener. Desde todos los ámbitos políticos  se sabía que se jugaba mucho más que la sustitución de concejales en los Ayuntamientos, vaticinándose un cambio más profundo que podría afectar a la permanencia de la institución monárquica. Y no era una cuestión baladí, la monarquía era el único sistema político que conocían la mayoría de los españoles.
Un total de 62 candidatos aspiraban a cubrir los 33 puestos de concejales que correspondían al Ayuntamiento de la capital.
Con un 61,3 % de participación, no podía cuestionarse la victoria de la alianza republicano-socialista con 23 concejales de 33. En segundo lugar, aparecían los constitucionalistas (coalición de los seguidores de Burgos y Mazo y Marchena Colombo) que obtendrían 7 puestos y por último los monárquicos 3 concejalías. El Bloque Constitucionalista lograría llevar al Ayuntamiento a su jefe provincial, Pedro Garrido Perelló, por apenas 40 votos, y el último alcalde monárquico, Quintero Báez, sería el único concejal dinástico por el distrito de La Concepción.
En todos los distritos de la capital, la mayoría fue siempre para la conjunción republicano-socialista y esta mayoría de 23 concejales se repartió así: los republicanos radicales se llevaron 10 concejalías (Abelardo Romero Claret, Carlos Oliveira Chardenal, Enrique Bueno Cruz, Federico Romero Pring, José Barrigón Fornieles, José Ortiz Infante, José Toscano Pérez, Luis Cordero Bel, Arcadio Aragón Gómez y José Vidosa Calvo); los socialistas 9 (Amós Sabrás Gurrea, Nicolás Robles Gómez, Pedro Cerrejón Sánchez, Antonio Pousa Camba, José Rodríguez Alfonso, José Gómez Roldán, Manuel del Pino López, Luis Aranaga Santiuste y Pedro de los Reyes Durán); los federales 2 (Galo Vázquez Romero y Rafael Sánchez Díaz) y como republicanos independientes otros 2 (Pedro Borrero Limón y Salvador Moreno Marques). Esta primera candidatura para las municipales del 12 de abril se habría hecho, pues, con un amplio abanico que recogía prácticamente todo el republicanismo de la capital.
El día 13 a las nueve de la mañana se había producido un triste suceso: una manifestación de trabajadores de la Compañía Río Tinto recorría el centro de Huelva pidiendo a la clase trabajadora que se sumaran a ellos. Sin que haya sido nunca suficientemente aclarado, en la Placeta hubo una carga de la Guardia Civil, a consecuencia de la cual falleció, al ser trasladado al hospital, Francisco Boza García de 16 años de edad. Este acontecimiento condicionaría las celebraciones que posteriormente habrían de realizarse.
Esperanza y orden eran los mensajes que trasmitían socialistas y republicanos a la ciudadanía. Entre las cuatro y las cinco de la tarde del día 14 de abril, el socialista Ramón González Peña, presidente del importante Sindicato Minero, recibiendo instrucciones de Madrid, instó al gobernador monárquico, Sr. Arellano, a entregar el mando. El gobernador pidió un tiempo para ponerse en contacto con el Ministerio de Gobernación y el nuevo Ministro de Gobernación del gobierno provisional, Miguel Maura, le comunicó la proclamación de la República. Sin más, se levantó acta de la transmisión de poderes y González Peña asumió la presidencia del Gobierno civil notificando a los alcaldes y a los comandantes de la guardia civil que acataran el nuevo régimen e izaran la bandera tricolor en los ayuntamientos.
A partir de este momento se desbordó la euforia republicana en la capital. Poco antes, en el Ayuntamiento habían coincidido la comitiva fúnebre que portaba los restos del joven Boza García con una manifestación republicana y éstos últimos sustituyeron la bandera monárquica, que cubría el ataúd, por una tricolor. En su recorrido por la calle Concepción y al pasar frente al Casino, salió de allí un disparo contra la bandera republicana. Saliéndose de la manifestación un grupo de personas entró en el casino destrozando el mobiliario y de allí se trasladaron a la casa del exdiputado monárquico José Tejero al extenderse el rumor de que había sido el autor de ese tiro, apedreando su casa y destrozando cristales y puerta. Posteriormente se invitaría públicamente a declarar por este suceso y como consecuencia de las versiones de “señores pertenecientes a distinto carácter político”, el Comisario de Vigilancia comunicaría al Gobernador que unánimemente se negaba que ni José Tejero, ni nadie, disparase arma alguna al paso de la manifestación. (La Provincia 28 de abril de 1931).

Pese a todo lo anterior, la cabeza de la manifestación no había tenido conocimiento de ese suceso y conviene subrayar que esta apreciación no pasaría desapercibida para una prensa que hasta hacía bien poco había apoyado a la monarquía y alertado contra los peligros de la II República. Siguiendo por la calle Concepción, la manifestación se detuvo ante el Gobierno civil y, en ese momento, entre los manifestantes, a la alegría por la proclamación de la República se superpuso la indignación por la muerte del joven de la que se hacía responsable al gobernador civil saliente. Por el balcón central del Gobierno Civil se arrojaron a la calle los retratos de Alfonso XIII, Alfonso XII,  Martínez Anido y Primo de Rivera.
En ese momento, cuatro políticos, que acabarían formando parte de la nómina de los personajes importantes de la República en Huelva, se dirigieron a los ciudadanos: el nuevo gobernador, el socialista Ramón González Peña; el también socialista y catedrático de la Escuela Normal, Florentino Martínez Torner; el periodista republicano José Ponce Bernal y quien sería elegido primer alcalde republicano de la capital, el catedrático socialista Amós Sabrás Gurrea. Se pidió calma, afirmando Ponce Bernal que "la República y la Revolución no eran una furia desgreñada y espantosa que mataba por placer y destruía por sistema, sino una matrona simpática de viril porte que hacía su aparición en las grandes crisis de la historia para elevar a los pueblos al imperio de la justicia". Ponce Bernal y Martínez Torner se dirigieron, seguidos por los manifestantes, a la prisión provincial, a liberar a los presos políticos. Fue el primer acto de la proclamación de la República en Huelva.
La esperanza y el deseo de cambio de las estructuras sociales, económicas y políticas auspiciada por el cambio de régimen y potenciadas con profundo énfasis en la esfera urbana de nuestro país,  bien se reprodujeron,  quizás con mayor dificultad, y quizás por ello con mayor anhelo, en el ámbito de la España rural, diezmada ideológicamente desde hacía décadas por la intolerancia y la manipulación corrupta llevada a cabo por el sistema caciquil. Esto nos lleva a la conclusión de que en  la gran mayoría de nuestros pueblos, dichos procesos de búsqueda de igualdad y justicia no pasaron desapercibidos entre sus habitantes, y muchas veces fueron el motor del cambio de la España tradicional (inmersa en el juego canovista de las redes clientelares) hacia la España moderna y democrática que les ofrecía la Segunda República. A pesar de la gran influencia que el caciquismo ejercía aún durante la década de los años treinta en estas zonas, sus habitantes fueron capaces, en muchas ocasiones, de sobreponerse a caciques y terratenientes, pasando a ser directos beneficiarios de la democracia republicana.
Estas fechas, el 75 aniversario de la proclamación de la República en España, deben servirnos para algo más que para recordar el relato de los acontecimientos. Es nuestra intención contribuir a resaltar la legitimidad histórica de aquel sistema, el primero democrático en España.
Si la República se implantó en España en un ambiente festivo, tranquilo y pacífico fue en parte debido al amplio rechazo social de los españoles hacia la monarquía. Con Alfonso XIII, el sistema parlamentario había sido incapaz de devenir en un sistema democrático. Prueba de ello fue la proclamación anticonstitucional de una dictadura, la de Primo de Rivera, consentida por la Corona.
Nunca cinco años significaron tanto. La Monarquía había dejado grandes contradicciones sin resolver, se hacía urgente dar salida a los nacionalismos periféricos, modernizar un ejército en exceso protagonista de nuestra historia devolviendo el poder de las instituciones del Estado a los civiles, llevar a cabo la separación entre la Iglesia católica y el Estado, mejorar el sistema educativo y muy especialmente para Andalucía abordar el problema social que se concretaba fundamentalmente en el tema agrario.
Controvertidos pueden ser los análisis sobre lo acertado de las soluciones propuestas, pero no se puede dudar que, al menos durante el primer bienio, republicanos y socialistas se arremangaron desde los gobiernos presididos por Azaña para hacer frente a tanto problema desde una política reformista. Con ambición, coraje y entrega una generación de españoles creyó en el futuro.
A veces, en nuestros días, nos parece que la responsabilidad histórica de quienes impidieron la continuidad de la democracia republicana no es suficientemente valorada en su gravedad. Lo que siguió, una triste y larga guerra fratricida y una más larga dictadura, a parte de segar democracia y libertades, diezmaron a nuestro país con la depuración de sus mejores hombres y mujeres. No obstante, los valores que ellos defendieron están presentes en una parte importante de nuestra sociedad: una España moderna, laica, culta, igualitaria y democrática. Quienes apostamos por esta esperanza deberíamos hoy sentirnos herederos de quienes pacífica y alegremente, con su voto, proclamaron la II República española hoy hace 75 años.

José Manuel Vázquez Lazo
Cristóbal García García
Diario Odiel. Abril de 2006

lunes, 9 de abril de 2012

¿Zalamea excomulgada?

La fiesta de la exaltación de la Cruz se erigió en Zalamea como el día festivo más importante del calendario durante algún tiempo. Tal día, además de los actos religiosos convocados por la Hermandad y obrados con gran fervor por los sacerdotes y habitantes de la villa, se llevaban a cabo una serie de actos lúdicos para enfatizar la jornada festiva. La corrida del toro sería uno, pero a ello se unían otros que bien pudieron deleitar dicha jornada primaveral del mes de mayo. En este contexto citamos brevemente un acontecimiento ocurrido a inicios del siglo XVIII –a riesgo de que la anécdota se convierta en categoría- y que no en pocas publicaciones se dice que desembocó en la excomunión de todo un pueblo. Nada más alejado de la realidad.

El 3 de mayo de 1724 el mayordomo de la Hermandad de la Santa Vera Cruz, Juan Martín de la Banda, incluyó en el programa de actos la representación de la obra de teatro titulada El poder de la amistad del dramaturgo español Agustín Moreto. La puesta en escena la llevarían a cabo varios vecinos de la localidad, que desde hacía algún tiempo venían ensayando en sus casas particulares dicha comedia del Siglo de Oro español. La obra, cuyo argumento trata de probar que no hay riqueza ni poderío comparable al de poseer buenos amigos, tenía ciertos diálogos y alguna escena con cierto matiz erótico. Llegado a oídos del vicario de la villa, Pedro Gómez Labrador, la celebración de tal acto, éste dispuso ante el Corregidor de Zalamea, Juan Antonio de Molina y Oviedo, la necesidad de suspender la representación... baxo pena de excomunión mayor... a todos aquellos que iban a representarla y a los que asistieran para disfrutar de ella. Entendía que dicha obra atentaba contra el espíritu religioso que tenía tan señalado día. Molina y Oviedo, una vez visto el argumento de la comedia permitió su representación... pues no conttenia torpesa ni escandalo y que de lo contrario podia seguirse. Pero Gómez Labrador la calificaba como... más profana que modesta...que no convenia para la invenzion de la Santa Cruz.... El vicario había puesto en conocimiento de Alonso Martín de la Banda, sacristán menor, la necesidad de presentar un permiso arzobispal para llevar a cabo la representación. Éste hubo de comunicárselo a su hermano Juan, mayordomo de la Hermandad. Pero la autorización no se contempló, al menos por escrito. Acto seguido, Pedro Gómez Labrador hizo saber a Francisco Sánchez Toscano, Alonso Pérez de León y Juan López Moro, principales actores de la comedia, así como al Corregidor Molina y Oviedo, que no se representara la obra...ni en publico ni en secreto, aunque sea en el campo... bajo la amenaza excomulgatoria.


El día 3 el pueblo estaba expectante ante la representación teatral, que parece ser había atraído a numeroso público de los pueblos y aldeas de los alrededores, hasta llenar por completo la plaza y aledaños donde se iba a representar la obra. Pero ese mismo día, casualidades de la vida y una amenaza de excomunión de por medio, uno de los actores principales, Alonso Pérez de León,  yacía en su cama indispuesto. Este hecho llegó a oídos del vicario que no dudó en enviar a casa del enfermo un emisario para indicarle...semantubiese en la cama que seria motibo el que faltando su persona no se executaria dicha comedia... Antes de la hora marcada para la representación, el Corregidor Molina y Oviedo esperaba en el pie de la torre al vicario Gómez Labrador para pedir explicaciones.  Mientras el primero argumentaba que en otras ocasiones se habían representado comedias en la fiesta de la Santa Cruz, que éstas habían sido permitidas por la vicaría, y que en la obra...no había mugeres de por medio..., el vicario ponía en evidencia su autoridad entre los presentes imponiendo sus teorías espirituales sobre el poder real. Los autos indican que hubo una fuerte discusión entre ambos, lo que hizo arremolinarse a numeroso público en el lugar atraído por el fuerte vocerío. Los presentes quedaron escandalizados ante tal desplante. El fondo de la cuestión es que en dicho encuentro el sacerdote quiso imponer sus criterios por encima del Corregidor, lo que fue interpretado por éste como una usurpación del poder real –que como hemos visto ya estaba más que cuestionado en la villa-.  El vicario mandó al presbítero Alonso de León a la plaza donde estaba reunido el público a la espera de la representación:...y estando junto en la Plaza todo el pueblo y personas de fuera esperando que se repressentase la comedia, loa y entremesses [...] en altas vozes hizo notorio la resolucion de su merced para que no se executase la dicha repressentacion de que resulto una conmozion grande en perjuicio del decoro de la Real Jurisdiccion [...] sintiendo todos mui mal de que se suspendiese estando juntos tanto concurso y que no obstante se suspendió retirandose cada uno a sus casas... Acto seguido Pedro Gómez Labrador inició el proceso de excomunión del Corregidor por su enfrentamiento con el vicario y por intentar desoír su negativa a la representación de la comedia. Los autos se elevaron al Arzobispado hispalense, que rápidamente encontraron la denuncia de la Audiencia Real de Sevilla. El conato de enfrentamiento entre los miembros de la jurisdicción real y la eclesiástica por este hecho quedaron subsanadas el día 12 de junio, cuando se retiraron las denuncias por ambas partes y se absolvió a Molina y Oviedo de su excomunión.

José Manuel Vázquez Lazo.
Boletín Hermandad de Penitencia de Zalamea la Real. Año 2011.