lunes, 28 de mayo de 2012

Un importante vestigio arqueológico de la antigüedad: La calzada romana de Zalamea.

Los estudios arqueológicos de nuestro entorno han demostrado en numerosas ocasiones y de forma fehaciente la ocupación del actual término zalameño desde hace más de 5.000 años. Numerosos son los trabajos y los artículos que han tratado el hecho cultural del Megalitismo y su influencia en los complejos de El Pozuelo así como los conjuntos de El Villar-Buitrón, por citar algunos. Del mismo modo son conocidos numerosos restos en el término fechados ya en época romana en gran parte del ámbito territorial zalameño (del que hablaremos en otra ocasión).

Cabe hacerse la pregunta de si realmente en la localidad la ocupación durante el periodo romano se hizo patente. Y aunque para responder positivamente a esta cuestión contamos con escasos vestigios que corroboren la hipótesis, hemos de tener en cuenta que los hallazgos dentro del propio núcleo de cierto material de época antigua nos hace suponer que realmente Zalamea fue poblada en dicho periodo.

El académico de la Historia, Ceán Bermúdez, posteriormente citado por otros muchos autores, a finales del XIX indicaba que en Zalamea subsisten los vestigios de su antigua población, alguna inscripción romana, y las hondas cavernas para encontrar las minas, obra atrevida de la codicia humana. Actualmente no se tiene conocimiento de ningún material que contenga alguna inscripción romana en Zalamea la Real, y nos resulta harto complicado buscar alguna referencia real sobre este aspecto, por lo que obviaremos el dato aportado por Ceán, aunque no lo olvidamos con la esperanza de que en el futuro apareciera algún vestigio al respecto.

Pero lo que sí hallamos de una forma fehaciente en Zalamea son los restos de una antigua calzada romana, situada a escasos metros del núcleo poblacional, en el campo de tiro del barrio de la Estación Vieja, de la que aún se pueden ver varios tramos de su trayecto. La existencia de este vestigio señala la importancia de estas tierras como lugar de paso o de asentamiento para aquellos contingentes que de alguna u otra forma, estaban vinculados a los trabajos en las minas. Y es que debemos tener en cuenta que las vías romanas fueron tanto causa como consecuencia del poblamiento del territorio.

Atendiendo a las dos principales referencias sobre la red viaria existente en la Hispania romana, esto es,  el Itinerario de Antonino de fines del siglo III (reinado de Diocleciano) y del Anónimo de Rávena del siglo VII, podemos observar las diferentes vías que recorrían la provincia, existiendo tan sólo ciertas variaciones en los topónimos de algunas localizaciones.

Según Ruiz Acevedo, la zona minera de Riotinto contó con un elevado número de caminos secundarios, habida cuenta del elevado número de explotaciones mineras existentes en el entorno. Ello respondería a la necesidad de dar salida a hacia las principales vías a los productos metalíferos y a la necesidad de tener un lógico abastecimiento de útiles y alimentos para estas pequeñas poblaciones.  Luzón también defiende este aspecto, señalando el gran número de rutas de comunicación entre los diferentes enclaves de la Cuenca Minera.

La calzada que pasa por Zalamea la Real no estaría encuadrada, a nuestro entender, dentro de estas pequeñas vías de comunicación entre entidades poblacionales menores, sino que en realidad formó parte de una de las principales vías de comunicación de la provincia de Huelva. Ruiz Acevedo divide las vías onubenses en dos tipos: las vías de comunicación interna, que comunicaban las zonas de producción metalífera con las zonas de posterior comercialización (como la que unía Urium con Onuba, Ilipa o Itálica) y las vías exteriores o de enlace con otras zonas hispanas o extrapeninsulares. De este modo la vía que describimos bien formaba parte de la unión de Urium con la zona sur de la provincia, ubicada en el estuario del Tinto-Odiel (en su discurrir Norte- Sur) o unía la parte occidental del Andévalo con  la zona del Guadiana. Así Vidal Teruel habla del trazado que seguiría el recorrido de la cuenca minera por Calañas, Zalamea y Riotinto y cuyo origen estaría en Portugal; y en cambio Jiménez Martín habla del trazado Urium –Arucci que uniría la comarca de la sierra con el Andévalo y la Cuenca Minera y que uniría Almonaster la Real con Zalamea y Calañas.

Antonio Domínguez y Manuel Domínguez trazan la ruta seguida por la calzada desde la zona de la Estación Vieja ya citada, pasando por la trasera de la Ermita de San Blas, de ahí a Los Palmares, para dirigir el trazado hasta La Laguna de la Pepa, pasando antes por las inmediaciones del Pilar Nuevo. Posteriormente se dirigiría a las Tejoneras para levar la dirección de El Tintillo y Fuente de la Murta.

Rúa Figueroa, a mediados del siglo XIX indicaba que la calzada a la que hacemos referencia se distinguía aún con nitidez. La ruta que trazaba tenía su origen en el extremo norte del Cerro Colorado y seguiría el siguiente itinerario: Umbría del Retamar,  Fuente de Mal Año, Collado de Cañarcabo, Llanos del Valle, Punto de la Chaparrita, Calleja de los Cercados del Mellado, donde dice se le unía otro camino que procedía de la Puerta del Campo. De ahí seguían juntos a media legua de Zalamea por la Huerta del Santísimo, Baquillo de León, Tintillo,  Fuente de la Murta, Los Pilones, siguiendo por la derecha del camino del Puerto de los Valientes, Las Minutas, Callejón del Dolor, hasta llegar a  Valverde del Camino. A partir de ahí  seguiría por el camino abierto de Beas hasta Palos, que era el puerto en donde se embarcaban muchos de los productos de aquella parte de la Bética.

Parece ser que el trazado original de estas calzadas no es original de la época romana, sino que su formación es de una etapa anterior, lo que también hace entender la importancia de los enclaves mineros en época prerromana en el territorio. Y más allá del periodo antiguo, estos caminos tuvieron un uso continuado, que en muchos casos hizo perpetuar su existencia; y en otros los deterioró hasta tal punto de no poder identificar su adscripción cultural y temporal.

En el siglo XVIII Tomás López hará referencia a ella indicando que también se registran en los montes, los tajos y las ruinas de carretera que guía desde la mina del río Tinto al océano, por Valverde y Beas, al puerto de Palos, conservándose la tradición de que servían para transportar los muchos metales que se sacaban a dicho embarcadero.

Tras los magníficos trabajos de recuperación llevados a cabo en el año 2005 por la asociación zalameña Cistus Jara, limpiando y adecentando la vía, en la actualidad la maleza y algúnos escombros han devuelto este importante vestigio al olvido y el abandono.


José Manuel Vázquez Lazo.
La provincia de Huelva. Historia de sus villas y ciudades: Zalamea la Real.

miércoles, 9 de mayo de 2012

¡Prohibidos los penitentes de sangre!


Archiconocida por todos es la aparición a finales del XVI de la Hermandad que dio origen a la Semana Santa de Zalamea la Real. 1580 es pues, el punto de partida del trasiego cofrade de la sociedad zalameña, cuando la Hermandad de la Santa Vera Cruz viera la luz bajo la aprobación de sus reglas por parte del arzobispo hispalense, Cristóbal de Rojas y Sandoval. Gracias a decenas de artículos y a la existencia de una trascripción de las mismas reglas (la original –junto con otros muchos documentos de enorme trascendencia para la historia de la localidad- están triste e incomprensiblemente en manos de particulares) sabemos cuál era su funcionalidad dentro del mundo piadoso de la Zalamea de la Edad Moderna: a destacar, el culto a la Santa Vera Cruz, el cuidado de pobres y transeúntes, y la atención a los difuntos en los entierros. De todos sus actos religiosos, el central era una procesión en la madrugada del Viernes Santo, donde desfilaba un crucifijo portado por un sacerdote y custodiado por seis cofrades con hachas y camisas negras. Le seguía una imagen de la Virgen vestida de luto custodiada por otros seis cofrades. Delante de la procesión iba un hermano con una seña negra con cruz colorada. La  comitiva iba acompañada por una trompeta que iría tañendo de dolor durante las cinco estaciones que realizaba la hermandad. El piadoso séquito se completaba con dos tipos de cofrades que acompañaban en procesión a las imágenes de culto: los Hermanos de Luz y los Hermanos de Sangre. Los primeros iban vestidos de lienzo negro, cordón de San Francisco y escudo de la Santa Vera Cruz, e irían alumbrando a los hermanos disciplinantes; éstos,  los segundos “ ...obligados a hacer general disciplina a la ora que saliese la procesión del jueves santo en la noche [...] y que no han de dejar de hacer disciplina salvo por vejez o enfermedad...”  iban vestidos con atuendos blancos, cordón de San Francisco, escudo y alpargatas.

La disciplina, el dolor y el sufrimiento, la mortificación del cuerpo, el padecimiento casi místico de estos disciplinantes, en definitiva,  la muestra sangrienta de la expiación de los pecados hacían de estos hermanos de sangre una reminiscencia más de las doctrinas emanadas del Concilio tridentino, que potenciaron la penitencia pública como muestra fehaciente de la fe católica. Durante más de dos siglos, la sangría en la oscuridad de la madrugada zalameña hacía de la procesión de la Santa Vera Cruz uno de los momentos de mayor recogimiento, contemplación y meditación sobre el tormento y la aflicción de Jesús el Nazareno en su Pasión. Eso sí, con algunos límites, puesto que las disciplinas que llevaban dichos hermanos  previamente habían sido inspeccionadas por los miembros del cabildo que prohibían bajo pena de multa aquellas que sacara mucha sangre “...lo cual lo hacen por ostentación y ad lauden populi...” generalmente bolas de cera con trozos de vidrio incrustados. Al final del desfile procesional se disponía de vino para que los Hermanos de Luz sanaran las heridas de los Hermanos de Sangre. Pero todo ello iba a encontrar su fin al concluir la Edad Moderna.

La España del XVIII, el siglo de la razón, el Siglo de las Luces, el siglo de la Ilustración, se encontraría en su segunda mitad bajo la autoridad del monarca más brillante de la centuria: Carlos III. Tanto él como sus gobernantes fueron grandes reformistas en todos los ámbitos de la vida española. Y la religión no iba a quedar al margen.  A pesar de ser un hombre sumamente religioso, hizo gala de las políticas regalistas de la época, y no dudó en llevar a cabo un férreo control de la Iglesia española frente a Roma (nombrando a la Jerarquía eclesiástica afín a sus intereses, por ejemplo). Pero el rey fue más allá, y trató de modificar en cierto grado aspectos puramente espirituales que tradicionalmente habían caracterizado a la piadosa sociedad española. Es por ello que no dudó en suprimir muchos de estos hábitos seculares, que fueron tachados de supersticiosos, como algunas romerías, las danzas tradicionales del Corpus Christi y, algo que realmente nos interesa para este artículo, la salida de los disciplinantes en las cofradías de Semana Santa. El espectáculo sangriento de estos hermanos penitentes parece ser que había ido mucho más allá de la piedad. El pensador sevillano José María Blanco White (debido en gran medida a la repugnancia que profesaba por el fanatismo católico) describía tan luctuoso espectáculo haciendo referencia a la Semana Santa hispalense indicando que “...antes de incorporarse a la procesión se herían y se azotaban unos a otros hasta que la sangre corriera sobre sus hábitos [...] la vanidad se sentía halagada por el aplauso con que el público premiaba la flagelación más sangrienta, una pasión aún más fuerte buscaba impresionar irresistiblemente a las robustas beldades de las clases humildes...” Y tildaba a la flagelación  como “...la más absurda y repugnante de las prácticas católicas”.

A través de una Real Cédula fechada el 20 de febrero de 1777 el monarca prohibió este tipo de actuaciones públicas. La génesis de dicha restricción la había planteado el Obispo de Plasencia a la Corona en el mes de noviembre de 1776, cuando denunciaba “...el abuso introducido en todo el Reyno [...]de haver Penitentes de Sangre o Disciplinantes, y Empalados en las Procesiones de Semana Santa, en las de la Cruz de Mayo, y en algunas otras de Rogativas, sirviendo sólo en lugar de edificación y de compunción, de desprecio para los prudentes, de diversión y gritería para los muchachos, y de asombro, confusión y miedo para los Niños y Mugeres; á lo qual, y otros fines más perjudiciales suelen dirigirse los que la hacen, y no al buen egemplo, y a la expiación de sus pecados.." El monarca y su Consejo, una vez estudiado el asunto, mandaron a las autoridades civiles y eclesiásticas de todo el reino “...no permitáis Disciplinantes, Empalados, ni otros espectáculos semejantes, que no sirven de edificación y pueden servir a la indecencia y el desorden de las procesiones de Semana Santa... debiendo los que tuvieren verdadero espíritu de compunción y penitencia elegir otras más racionales, secretas y menos expuestas".

La orden llegó a Zalamea el 25 de marzo de 1777, entregada al Concejo por Juan de Soto, siendo alcalde ordinario Miguel Macedonio Ruiz. Estaba fechada el día 20 de marzo e iba firmada por el Escribano mayor de Gobierno, Joseph de Anaya.  Días antes, el 17 del mismo mes, el arzobispo de Sevilla, el cardenal Francisco Javier Delgado (reformista y amigo del rey) ordenaba “santa obediencia” a lo estipulado por Carlos III. El Viernes Santo de ese año se celebro el día 28 de marzo, tres días después del conocimiento por parte de las autoridades zalameñas del contenido de la Real Cédula, por lo que presumiblemente esa Semana Santa los hermanos de sangre en Zalamea ya no pudieron hacer exposición pública de la disciplina marcada en las reglas. Teniendo en cuenta el análisis de la documentación existente, y a la espera de poder acceder a más documentación, podemos concluir que 1776 sería el último año en el que la madrugá de Zalamea se enalteció con el sangriento esperpento manifestado por la actuación de los hermanos de sangre.  Pero no por ello la madrugada del Viernes Santo perdió su esplendor.

José Manuel Vázquez Lazo.
Boletín Hermandad de Penitencia de Zalamea la Real. Año 2012.